Aparecido en Mesopotamia en el VII milenio a.C., el sello es anterior a la invención de la escritura y por tanto una de las primeras invenciones de la civilización. Utilizado con diversas formas y usos, su utilización se extendió por todo el mundo, Egipto, India, China, Creta, Micenas, Grecia y Roma.
El sello en origen servía para indicar marca de propiedad, como forma de cierre y garantía de recipientes u otros objetos, de creencia, etc… hasta llegar a convertirse en el principal signo de validación documental de muchas civilizaciones.
En los inicios de la Edad Media europea, y siguiendo la tradición del mundo antiguo, se emplearon numerosos anillos signatarios, conservándose ejemplares con numerosos emblemas cristianos, cruces y crismones, sencillas representaciones animales, vegetales o efigiadas, a los que en algunas ocasiones se añade el nombre del titular. Los reyes hispano-godos debieron utilizar anillos signatarios del mismo modo que sus coetáneos monarcas merovingios, sin embargo, no han perdurado hasta nosotros, siendo necesario acudir a otros testimonios artísticos y documentales para corroborar su existencia. Estos sellos anulares fueron perfeccionados en la época carolingia con entalles o huecograbados clásicos, que presentan el retrato central y la leyenda perimetral, inspirándose en los modelos de la moneda romana, cuya influencia llegó a la península ibérica, encontrándose en Cataluña testimonios datados entre los siglos X y XI, con temas mitológicos y retratos en busto, rodeados por una orla con el nombre del titular. Siendo además su principal función la de cierre, se encuentran así ligados al ámbito episcopal como garantía de cierre de las lipsanotecas, para preservar la autenticidad de las reliquias que allí se contenían. De este período se encuentran en nuestra literatura muchos ejemplos, así es muy conocida la frase del Cantar del Mio Cid donde se dice que el rey Alfonso VI mandó “una carta fuertemente sellada”, donde el sello en este caso es únicamente de cierre realizado con un anillo sigilar.
Es en la primera mitad de la duodécima centuria cuando aparecen los sellos pendientes en la Península, primero céreos, y después plúmbeos, coincidiendo en el tiempo con la introducción del llamado sello de validación (Menéndez Pidal, 2002). La aposición del sello en pendiente permite tener un mayor tamaño y proporciona dos caras para desarrollar contenidos figurativos más complicados y con una mayor riqueza de detalles. A partir de esta fecha cobran especial importancia las funciones de garantía, autenticación y validación legal del sello y la práctica del sellado pasa a convertirse en una parte integrante y esencial de la génesis documental (Riesco, 1978).
Al principio, estos sellos pendientes de validación solo los empleaban los reyes y grandes nobles, ya fueran laicos y sobre todo eclesiásticos, que tenían muy cercano el modelo de los documentos papales (bulas), y era una forma de mostrar con un signo material concreto su poder, siendo además un símbolo indiscutible de su autoridad. A partir de 1170 se amplía su uso, al dejar de ser un signo personal y poner fin al empleo exclusivo del retrato jerárquico, incluyendo el escudo heráldico para la representación de los linajes. Su máximo apogeo se alcanza en el siglo XIII, cuando se extiende a otras capas de la sociedad (como órdenes religiosas, ciudades, cofradías, gremios…), que ven en el sellado el método de validación más fiable, todo ello consecuencia del desarrollo y evolución del derecho civil y notarial, junto con la difusión de la práctica escrituraria para el funcionamiento de los asuntos públicos.
A partir de mediados del siglo XV, la generalización del papel, el avance de la profesión notarial y la difusión de la firma autógrafa condujeron paulatinamente a un declive del sellado en pendiente, que desapareció casi por completo para las personas físicas durante el siglo XVI. Para las personas jurídicas, en cambio, permaneció como un símbolo institucional, que iba a continuar ya sin interrupción hasta el siglo XXI.
Entendida la Sigilografía como “la disciplina histórica que tiene por objeto el estudio de los sellos bajo todos sus aspectos y cualquiera que sea su época”, no será hasta bien entrada la década de los ochenta cuando se consolide con un carácter interdisciplinar y un campo específico bien determinado, con un lenguaje técnico y unos principios y método propios. “Las orientaciones actuales de los estudios sigilográficos consideran el sello como un documento directo y pleno, no ya como un mero soporte de informaciones que se dispersan al servicio de otras disciplinas” (Francisco Olmos y Novoa Portela, 2008). Una vez superada esa necesidad de comprender las leyendas e identificar al titular, se hace preciso más que nunca recuperar todo el valor del sello como producto cultural (Pastoureau 1981, Fabre 2001), así como el entorno social que da lugar a la práctica del sellado y las causas humanas que la configuran, puesto que el sello se adecúa a las necesidades y los gustos de una sociedad a la que sirve, tanto desde un punto de vista material como mental o psíquico.
Si bien en los últimos diez años ha habido un interés creciente de los investigadores por los sellos como base para sus estudios heráldicos y artísticos (Chassel, 2011; Gil 2011), sobre todo por el hecho de servir como elemento de construcción identitaria (Bedos-Rezak 2011) y signo de poder (Baudin 2012), no debemos olvidar que el sellado forma parte de la génesis documental, en la adquirió todo su valor y razón de ser. Por lo tanto, resulta de vital importancia conectar el sello con el documento que le acompaña, definir las cláusulas de validación que lo identifican y determinar su propia posición dentro del documento.
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Aquí estudiaremos únicamente los sellos pendientes medievales, entendidos como objeto en sí, con todo lo que ello implica de interpretación de sus representaciones y leyendas, además de como signo de validación documental.